Cuando escuché hablar de este tema, me pareció tan distante que hoy me cuesta creer que ya me toca vivirlo. Como mujeres «modernas», estamos inmersas en una realidad que cambia a diario, donde las formas de relacionarse se transforman en redes sociales cibernéticas y la información se busca primero en la red antes que en el viejo diccionario de casa. Así que déjame ilustrarte con la definición que encontramos en la Wikipedia.*

No puedo aducir desconocimiento de que esto sucedería, pero ciertamente me parecía remota y lejana la posibilidad. Sin embargo, el día llegó y sí, mi hijo «voló». Quizá tú estés cerca de esta etapa o totalmente inmersa en ella… Entonces te invito a que la exploremos juntas.
Esta sensación de vacío que experimentas, esta falta de no saber qué hacer ahora que nuestros jóvenes hijos ya no están en casa, nos causa dolores más fuertes que los del mismo crecimiento. No obstante esta pena que nos invade nos expone que la tarea ha sido cumplida con excelencia, que estos niños crecieron... que son jóvenes hombres y mujeres listos para encarar sus propios proyectos de vida para Dios.
En mi caso, sentí que había pasado tan solo un segundo entre el día en que trajimos a Jonatán envuelto en su manta de recién nacido y el instante en que dejamos a nuestro único hijo en su nuevo departamento a pocos metros de la universidad donde asistiría durante los próximos años. Habíamos pasados unos días de intensos preparativos, entre la compra de muebles y la mudanza. Aún en medio del desorden de las cosas arrinconadas o desparramadas por el piso, tuvimos que marcharnos para regresar a casa. En el departamento quedaban algunas comidas ya hechas en la refrigeradora y otras provisiones en los estantes de la cocina. Allí parado en medio de la sala, a mis ojos «más pequeñito de lo que era cuando nació», quedaba nuestro retoño y su gato Fluffy que lo acompañaba desde los ocho años.
Viajamos en silencio durante muchas horas y llegamos a casa exhaustos. Ahora sé que no era tanto el agotamiento físico como el pesar que sentía en todo el cuerpo. Ya no podía más, cualquier cosa que veía me producía un nudo en la garganta, hasta que llegué al cuarto de lavado donde encontré algunas ropas sucias que habían quedado allí por olvido. Las lágrimas me nacieron a borbotones. ¡Cuán rápido se habían pasado esos años de crianza! ¡Qué sensación tan diferente al primer día que lo dejé en la casa de su abuela por primera vez! Este fue el tiempo de llorar (Ecl. 3:4).

Cuando te hayas dado cuenta de que tu nido está vacío, intenta recanalizar tus actividades, proyectos, tiempo y energías. Intenta enfocar tus ojos en todo lo que aún requiere tu atención. Si estás casada, préstale especial atención a tu cónyuge, que también se ve afectado por este sentimiento de tristeza y ese vacío por el vástago que se ha ido. Hablen de los sentimientos que experimentan y apóyense mutuamente.

Aunque no tengas que llevar a tu hijo a la escuela ni salir a comprarle ropa, aún puedes ocuparte de él o ella. Primero debes orar más que antes, ahora ese o esa joven necesita más que nunca de la presencia de Dios en su vida para que le sirva de guía. Es importante que Cristo sea su mejor amigo y aliado. Prepárate para orar y ayunar más de lo que habitualmente lo hacías.

Por último, quien aún no ha llegado a esta etapa, es importante que se prepare. En especial, hay que aprovechar al máximo el tiempo en que tenemos a nuestros hijos alrededor de la mesa. Es tiempo de sembrar y no hay que desaprovecharlo. Ya habrá tiempo para lavar los platos, atender otras cosas o trabajar más horas. Juega con la idea de que un día «volará del nido» y ocúpate para que cuando llegue el momento, tu adolescente remonte vuelo lo más equipado posible. No hay mayor dicha para el corazón de una madre que haber criado a un hijo en sujeción, que será la honra de sus padres.
* Enciclopedia colaborativa de libre participación en la red.
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